Todavía sentimos —y sentiremos siempre— el eco de la alegría de la Iglesia: surrexit Dominus vere et apparuit Simoni[1]: el Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón. Con esta exclamación llena de gozo sobrenatural y humano, los Apóstoles reciben en el Cenáculo de Jerusalén, al final del día de la primera Pascua cristiana, a dos discípulos que con urgencia regresaban, en medio de la noche, desde Emaús. Cleofás y su compañero les comunicaron que Jesús se les había mostrado vivo en el camino hacia aquella aldea e incluso se había sentado con ellos a la mesa.
¡Qué comprensible nos resulta el asombro de aquellos hombres, testigos de la muerte ignominiosa del Maestro! También porque no habían dado fe al anuncio de las santas mujeres que a primera hora de la mañana, junto al sepulcro vacío del Señor, habían recibido este extraordinario anuncio: no tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán[2]. Sin embargo —¡qué admirablemente cercano es Dios!—, era tan grande el deseo de consolar a los suyos, de devolverles la fe y la alegría, que Jesucristo no esperó a que se reunieran en Galilea. Esa misma noche entró en la sala donde se hallaban reunidos con las puertas cerradas por temor a los judíos[3], y les saludó: la paz esté con vosotros. Los discípulos se llenaron de espanto y de miedo —anota San Lucas—, pensando que veían un espíritu. Y les dijo: ¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy Yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que Yo tengo[4]. Luego les pidió algo de comer, para que se convencieran firmemente de que en verdad era Él, el Maestro bueno, triunfador sobre el demonio y sobre el pecado, que había roto las cadenas de la muerte.
Ha transcurrido la primera semana de Pascua y la Iglesia no cesa de meditar gozosamente, una vez y otra, los textos evangélicos que nos hablan de la resurrección de Jesús. Lo hace con agradecimiento y con profunda conmoción, llena de fe en la victoria de su Señor. Se trata de un acontecimiento singular y único en la historia de la humanidad; un evento que nos muestra, al mismo tiempo, el modelo ejemplar de la resurrección universal del último día. Por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo y hechos partícipes de su muerte y de su resurrección. Muertos al pecado y resucitados a la vida de la gracia, caminamos ya con una vida nueva, mientras esperamos la renovación completa de nuestro ser. Porque, como escribe San Pablo, si hemos sido injertados en Él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya[5].
Una vez más se alza nuestra maravilla y respeto ante la omnipotencia y la misericordia de Dios. La resurrección de Cristo no se quedó en una vuelta a la vida anterior, como sucedió con Lázaro, con la hija de Jairo o con el hijo de la viuda de Naín, a quienes el Señor llamó de la muerte física prolongando unos años su existencia terrena para volver luego a morir. La resurrección de Nuestro Señor fue algo radicalmente distinto. «Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la "resurrección del Hijo del hombre" ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Por eso, la resurrección de Jesús no es un acontecimiento aislado que podríamos pasar por alto y que pertenecería únicamente al pasado, sino que es (...) un salto cualitativo. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad»[6].
En la historia del mundo, el anuncio de la resurrección de Cristo es la buena nueva por excelencia. Para dar testimonio de ese hecho, los Apóstoles se dispersaron por la tierra, después de superar todos sus temores; los mártires fueron fuertes ante toda clase de tormentos y ante la misma muerte; muchos confesores y vírgenes dejaron de lado las ambiciones y las comodidades de aquí abajo, para aspirar con todas sus energías a los bienes eternos; e innumerables cristianos corrientes, a lo largo de los siglos, han sabido alzar su mirada al Cielo, mientras trabajaban con rectitud y amor a Dios y a los hombres en las cosas de la tierra.
El carácter peculiar de la resurrección de Cristo reside en que su Humanidad Santísima, reunidos de nuevo el alma y el cuerpo, ha sido completamente transfigurada en la gloria de Dios Padre por la virtud del Espíritu Santo, como claramente se percibe en los relatos de las apariciones a sus discípulos, sin dejar por eso de ser una humanidad verdadera. Encierra algo que ciertamente rebasa nuestra experiencia. Ese hecho histórico, fundado en el testimonio de testigos plenamente creíbles, constituye, al mismo tiempo, el objeto fundamental de la fe sobrenatural. Como afirmó ya San Agustín, «no es una cosa grande creer que Cristo murió (...). Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en la resurrección de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó»[7].
Quizá nos preguntamos alguna vez por qué Jesús no se manifestó resucitado a todo el mundo, de modo que todos creyeran en Él. Benedicto XVI señala que «en la historia de todo lo que tiene vida, los comienzos de las novedades son pequeños, casi invisibles; pueden pasar inadvertidos. El Señor mismo dijo que el "Reino de los cielos" en este mundo es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas (cfr. Mt 13, 31). Pero lleva en sí la potencialidad infinita de Dios[8]. Y concluye que así ha entrado la resurrección en el mundo: sólo a través de algunas apariciones misteriosas a unos elegidos. Y, sin embargo, fue el comienzo realmente nuevo; aquello que, en secreto, todo [el mundo] estaba esperando»[9].
Con el transcurrir de los siglos, la fe en la resurrección del Señor se ha ido extendiendo por la tierra; ha echado raíces en nuevas culturas, en diversas civilizaciones, sirviéndose de la colaboración de los creyentes, miembros del Cuerpo místico que peregrina en la tierra. Ahora —como con tanta fuerza nos insistió San Josemaría— nos toca a ti y a mí, a todos los cristianos, dar testimonio de Cristo con nuestra conducta y con nuestras palabras.
«La buena nueva de la Pascua requiere la labor de testigos entusiastas y valientes. Todo discípulo de Cristo, también cada uno de nosotros, está llamado a ser testigo. Éste es el mandato preciso, comprometedor y apasionante del Señor resucitado. La "noticia" de la vida nueva en Cristo debe resplandecer en la vida del cristiano, debe estar viva y activa en quien la comunica, y ha de ser realmente capaz de cambiar el corazón, toda la existencia»[10]. ¿Alimentamos a diario una fe firme, robusta, en el triunfo del Señor? La conciencia de que Cristo en verdad ha resucitado, ¿nos colma de seguridad en nuestro camino? ¿Cómo luchamos por descubrirle constantemente a nuestro lado, en todas las encrucijadas de nuestro andar terreno?
Por todo esto, «el tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.
»No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos»[11].
Jesucristo, además de hallarse en la gloria del Padre, sigue presente en la Iglesia —de modo especial en la Eucaristía— y, por la gracia, en el corazón de cada cristiano. Por el Bautismo hemos recibido la vida nueva que el Señor posee en plenitud; los demás sacramentos van perfeccionando más y más esa existencia sobrenatural. Sólo con la resurrección de la carne se cumplirá plenamente en los miembros del Cuerpo místico la plena glorificación de que ahora goza nuestra Cabeza, Jesús, y su Santísima Madre, Madre nuestra también. Sin embargo —como señala nuestro Fundador— ya ahora «la fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa»[12]. Ojalá salga de nuestras almas, de modo constante, una acción de gracias por sabernos hijos de Dios Padre, en Jesucristo, por el Espíritu Santo.
Ese anticipo de la gloria final brilla con luces más intensas en el rastro dejado por los santos, especialmente por aquellos que la Iglesia nos presenta como ejemplo de virtudes y ofrece a nuestra veneración. Lógicamente nos alegramos ante el triunfo final de esos hermanos y hermanas nuestros. Alegría inmensa que surge especialmente hoy, 1 de mayo, por la beatificación del queridísimo Juan Pablo II. Aunque la gran mayoría de vosotros no haya podido venir a Roma para participar en esta celebración, todos os sentís —nos sentimos— muy unidos espiritualmente a esta gran fiesta de la Iglesia entera.
Hemos conocido a este gran Pontífice, que gastó su vida generosamente por las almas hasta sus últimos momentos en la tierra. Hemos sido testigos de la hondura de su fe, de la seguridad de su esperanza, del ardor de su caridad, que abrazaba a todos y a cada uno. En el Opus Dei, además, como os he recordado en varias ocasiones, guardamos una gran deuda de gratitud con el nuevo Beato; sobre todo porque Juan Pablo II fue el instrumento del que se sirvió el Señor para concedernos la forma jurídica definitiva de la Obra y la canonización de San Josemaría. Resulta muy natural, pues, que nos gocemos especialmente por su elevación a los altares y agradezcamos a Dios el don que concede a la Iglesia. Yo mismo, el día 3, celebraré una solemne Misa de acción de gracias. Uníos con más intensidad —si cabe— a mi Misa en esa fecha, pidiendo por todas las intenciones que presentaré a Nuestro Señor por intercesión del nuevo Beato.
Además, comenzamos el mes de mayo. En estas semanas, la Iglesia nos invita a honrar especialmente a Santa María. Os sugiero que acudáis a la intercesión de nuestro Padre y de Juan Pablo II; pidámosles que nos obtengan —en estos días que siguen inmediatamente a la beatificación del Papa— la gracia de querer y venerar con todas nuestras fuerzas a la Madre de Dios. Karol Wojtyla, desde muy joven, se ofreció enteramente a Ella, como expresa el lema que inscribió en su escudo episcopal: Totus Tuus. También San Josemaría deseaba ser súbdito absolutamente fiel de la Reina del cielo. El 28 de diciembre de 1931, comentando la costumbre de una de las comunidades de religiosas del Patronato de Santa Isabel en la fiesta de los Santos Inocentes, escribió: «Señora, ni por juego quiero que dejes de ser la Dueña y Emperadora de todo lo creado»[13].
También nosotros, que somos —queremos ser— completamente del Señor, hemos de caminar por esa senda mariana que San Josemaría nos legó en herencia. «Si en algo quiero que me imitéis —decía—, es en el amor que tengo a la Virgen»[14]. Este mes nos brinda una ocasión estupenda para fomentar la devoción mariana, mediante la tradicional Romería de mayo. Invitemos a nuestros amigos y conocidos a visitar en estos días alguna ermita o santuario de la Virgen, rezando y contemplando los misterios del Rosario. Les haremos un gran bien espiritual, porque «a Jesús siempre se va y se "vuelve" por María»[15]. Acudid a esa cita con la devoción con que nuestro Padre fue a Sonsoles. Además, como nos sugirió años más tarde en la novena ante la Virgen de Guadalupe, en México, llevemos a nuestra Madre muchas rosas pequeñas, las del acontecer cotidiano.
El 14 de mayo, víspera del cuarto domingo de Pascua —llamado también del Buen Pastor, por razón del Evangelio de la Misa—, conferiré la ordenación sacerdotal a 35 diáconos, hermanos vuestros. Como siempre en estas ocasiones, os pido que estemos todos muy unidos en la oración y en el ofrecimiento de algún sacrificio por los nuevos presbíteros y por los sacerdotes del mundo entero. Tened especialmente presentes en vuestras plegarias al Papa y a todos los Obispos, para que imitemos siempre al Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas[16].
Una vez finalizada la Semana Santa, he hecho un viaje rápido a Eslovenia y a Croacia. En Liubliana y en Zagreb me he reunido con los fieles de la Prelatura y con otras muchas personas que se benefician del espíritu del Opus Dei. Doy gracias a Dios porque el trabajo apostólico de mis hijas y de mis hijos va echando raíces firmes en esos dos países, por los que tanto rezó nuestro Padre: difícil me resulta describiros cómo amó a todas las tierras, más aún a las que atravesaban dificultades de cualquier género.
Vuelvo al comienzo de estas líneas. Surrexit Dominus vere! «Cristo resucitado camina delante de nosotros hacia los cielos nuevos y la tierra nueva (cfr. Ap 21, 1), en la que finalmente viviremos como una sola familia, hijos del mismo Padre. Él está con nosotros hasta el fin de los tiempos»[17]. Escondido bajo las apariencias del pan y del vino, de un modo sacramental, se ha quedado en la Sagrada Eucaristía, para escuchar nuestros ruegos, para consolarnos y llenarnos de fortaleza. No nos apartemos de su compañía, llevémosle a muchas otras personas, para que también ellos y ellas —perdonad el inciso: ¡con qué gratitud recordaba don Álvaro su primera Comunión!— experimenten la alegría de estar con Cristo, de acompañar a Cristo, de vivir en Cristo. Son tantas las fechas de recuerdos de la historia de la Obra, que no puedo detenerme: ¡se nota cómo nos ha cuidado Santa María! Démosle gracias.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de mayo de 2011.
[1] Lc 24, 34.
[2] Mt 28, 10.
[3] Cfr. Jn 20, 19.
[4] Lc 24, 36-39.
[5] Rm 6, 5.
[6] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, p. 284.
[7] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 120, 6 (CCL 40, 1791).
[8] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, p. 288.
[9] Ibid.
[10] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 7-IV-2010.
[11] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.
[12] Ibid., n. 103.
[13] San Josemaría, Apuntes íntimos (28-XII-1931) n. 517 (cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, I, p. 413).
[14] San Josemaría, año 1954.
[15] San Josemaría, Camino, n. 495.
[16] Cfr. Jn 10, 1-18.
[17] Benedicto XVI, Mensaje urbi et orbi, 24-IV-2011.
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